Estas palabras salieron del puño y letra de Luís Antonio Sáez y sirvieron de texto para el primero de los vídeos del 15N. Con ellas nos cuenta la historia que nos tocó vivir.
Volver la vista atrás implica muchas historias. Las imágenes que suelen acompañar fechas y sucesos de nuestra etapa calasancia se decoloran y se recomponen según recuerdos muy peculiares, no siempre buenos, aunque siempre edulcorados porque, simplemente, que ya es mucho, teníamos una vida por delante.
Esa esperanza en el futuro era algo que compartía mucha gente en 1964, cuando España seguía siendo diferente, un lugar exótico a los ojos de hispanófilos, turistas y Avas Gadners, pero que empezaba a despuntar como lo hacen ahora los países emergentes. Nacimos con el I Plan de Desarrollo diseñado por tecnócratas, y el Zaragoza ganaba su primera Copa del Rey. Durante aquellos sesenta los polígonos de Cogullada, la carretera de Logroño y la más alejada Malpica se llenaban de fábricas, al igual que los Magníficos fabricaban muchos y buenos goles en una Romareda en la que había una localidad de Infantil que algunos empezábamos a pisar.
Cuando entramos en el cole, en el 69, al actual Rey lo acababa de designar su sucesor un anciano que detrás de su fragilidad y el movimiento aleatorio de su parkinson en los discursos de Navidad escondía una dureza de corazón grande, que no le impidió sancionar con caligrafía rotunda algunas penas de muerte, unos años más tarde, cuando ya éramos capaces de discernir el mal del bien, porque nos había dado la comunión el Padre Sanzol, aquel que llevaba una ikurriña recién legalizada en el bolsillo. De manera que cuando Don José Luis Peña nos hacía leer el periódico, seleccionar y resumir noticias (hoy en día trabajo de universitarios de doble licenciatura) veíamos que a los españoles en Europa nos desechaban, que todavía resolvíamos nuestros conflictos de manera incivilizada. Al poco murió aquel nefasto jefe de Estado, y nos dieron 3 o 4 días de luto a principios de sexto de la EGB. Ya en cuarto, nos había adelantado las vacaciones de Navidad porque los criminales de ETA habían asesinado a su delfín, Carrero Blanco.
Con aquellas muertes, y decenas de atentados de intransigentes de todo signo, sumadas a las huelgas de la crisis económica, el mundo de los mayores nos parecía bastante gris. Pero algunos guiños de ese cambiante tiempo, como unos partidos políticos recién nacidos con pegatinas brillantes, lemas musicales y credibilidad para creer en la utopía y reformar el mundo, nos atraían, igual que el papel cuché de las recién legalizadas revistas verdes, con mujeres de formas sinuosas que apenas habíamos sabido que existían. Era una forma un tanto clandestina y aparentemente contradictoria de entrar en la adultez, con las fotos pornos disimuladas debajo de colchones, y el carnet de la Joven Guardia Roja o del PSA escondidos camuflado en el Lázaro Carreter o en un Concilio del Vaticano II. Pero era una forma sincera, llena de idealismo por la nueva etapa social, porque parecía que podíamos tener un papel activo en ese cambio, y porque aquellas mujeres que desconocíamos en un colegio “sólo de chicos” nos despertaban una curiosidad controlada, en la que solía primar el sentimiento y, sobre todo, la desesperación de no ligar a pesar de pagar sus fantas y nuestros “medios”.
En aquel tiempo, hacerse mayor era un objetivo, una meta clara. No existía el síndrome del Peter Pan que hoy enfermiza a gente de treintaytantos. Por eso, bastantes en octavo optaron por un camino más directo de acceso al trabajo como aprendices en tiendas y talleres, o a una FP que habilitara pronto a encontrarlo. Otros siguieron con el BUP, pensando no tanto en ser ejecutivos o triunfadores, sino fundamentalmente en tener opción a una educación y a una institución crítica y reflexiva como la universidad, que la mayoría de sus padres no habían tenido la oportunidad de plantearse. De manera que en nuestra adolescencia, por supuesto que había que ser machotes y tipos duros, vacilones y lo que se terciara para divertirse, pero eso sólo el fin de semana y fuera de casa; de lunes a viernes, el prestigio venía de estudiar, hincar codos, saltar potros y subir espalderas. No podíamos echar por la borda el esfuerzo de nuestros padres, pero sobre todo, y de ninguna manera, sus ilusiones que ellos, niños de la guerra u oscura postguerra, nunca tuvieron.
En esa transición personal que es la adolescencia, y en esa adolescencia política que fue la Transición, cambiamos mucho y cambió el país. Se pudo votar, la mili empezaba a poder ser evitada y algunos fueron (fuimos) de los primeros objetores. Europa ya no era una utopía, sino una etapa a punto de ser culminada. El escenario de nuestro pueblo de verano cálido pero rancio y caciquil como referencia básica se desparramaba ante una Europa abierta, multiétnica, multilingüe, a la que, sin que nadie nos hubiera preparado ni mentalizado, nos tocaba afrontar.
Pero en ese recorrido, a inicios de los ochenta, también llegaba nuestra penúltima estación calasancia (creo que nunca llegaremos a la última, “Salve José los cánticos”), el Intercou. Hasta entonces, las chicas eran un espectro sin lugar en lo cotidiano, al menos para los más pasmados. Algunos sabían que existían los fines de semana, pero muchos no las descubrimos hasta que fuimos a hacer el COU (incluso nos casamos con aquella chica que allí conocimos). Un poquito antes, casi al salir del Calasancio, en tercero de BUP, un tipo raro con un sombrero estrambótico de tres picos y bigote intentó detener el tren del futuro, pero fue arrollado por la libertad y le dejaron privado de ella por un tiempo. Ya nadie podía detener aquel tren, que tenía muchos vagones, y cuya energía la consumía con gran vigor nuestra generación, a punto de ser mayor.
Creo que ese convoy aún está en marcha y esta mañana llega a los 45, cercano al medio siglo, tal vez a mitad de todo. En cada compartimento y en cada asiento han viajado distintas ilusiones, reconociendo diferentes realidades por paisajes vitales que cada uno ha traqueteado como ha podido. Pero sin darnos cuenta, compartimos gran parte de los ambientes y escenarios, el punto de salida y muchas de las más emocionantes etapas del principio, en las que se templa el carácter y se toman referencias para hacer camino al andar.
Lo bueno es que, aunque hoy transitamos cada uno por diferentes lugares con enrevesados trayectos pocas veces coincidentes, conservamos muchas historias en común que no sólo se encierran en el pasado, en la historia de este país y de esta ciudad, de este patio y de este colegio, sino que son semilla y brote, y nos impulsan a un futuro más emocionante, compartiendo afectos, compromiso y esfuerzos con piedad y letras.
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